Me encontré con la novela en el sillón de la sala, en la cama, en el escritorio, un rato en la cocina, en lo que el agua para mi café se calentaba; hubiera sido más adecuado un té. Nunca nos encontramos fuera de casa, fuera de la comodidad de mi departamento.
Seguí las letras del texto en silencio, en los lugares más comunes, más silenciosos. Tal vez hubiera sido más adecuado leer a la señora Dallaway en una casona de Londres; pero se hizo lo que se pudo. Si tan solo hubiera podido silenciar a la camioneta que me recuerda que puedo vender el fierro viejo que tengo, al camión de la basura y al barullo del tianguis que se pone debajo de mi casa los jueves, tal vez hubiera entrado un poco más en la atmósfera.
Los personajes de la historia, viven en una burbuja con formas y costumbres tremendamente diferentes a las mías. Las escenografías que el texto delinea me llevan a sitios grises, poco atractivos e incómodos, me recuerdan uno de los primeros XV años a los que asistí. Recuerdo que no había sido invitado por la quinceañera, mis amigos me llevaron a fuerzas, tenía que llevar traje al evento, no contaba con uno, así que tomé prestado un traje de mi papá, no éramos muy diferentes en altura; sin embargo, pesaba 30 kilos menos que él. El pantalón me nadaba, el saco escondía mis manos y robustecía mi espalda, mi cabeza, de por si pequeña, se veía diminuta. Me sentí descolocado durante toda la fiesta. Así me sentí con la novela.
A cada línea que avanzaba, más incómodo me sentía. A ratos me perdía entre las líneas, a ratos me enganchaba con algún pensamiento suelto de Septimus o de Kilman.
Fue una experiencia contemplativa, con pocos subes y bajas. Sobretodo plana. Mis ojos miraban al horizonte, a veces con melancolía, otras con angustia.
Leer a Virgina fue como beber agua tibia en una taza de cerámica blanca, pasaba los tragos como pasaba las páginas; con un sabor neutro en el paladar. Solo que, así como Septimus, entre un sorbo y otro me tomé unas pastillas de bromuro. Terminé de pasar mis ojos por las letras y dejé el libro como si nada, un poco de hastío recubrió mi piel. Pero a las horas, la cabeza me daba vueltas, el sentido de la vida se me diluía en el agua tibia. Se me abría un hueco en el estómago. La superficialidad y la profundidad se mezclaban en mi propia cotidianidad.
Les dio fiebre a mis preocupaciones al punto del desmayo, se me inflamaron, tuve que comenzar a desmenuzarlas para enfriarlas, ponerlas en perspectiva. Comencé a ver las ventanas demasiado abiertas, pasaban los minutos y yo sentía como iba perdiendo el sentido de la proporción.
Afortunadamente ya pasó el efecto.
¿Quién narra la historia? Ese ser tan aséptico que todo lo sabe, que describe con tanta exactitud y con tan poca víscera. Una pluma con un ojo cristalino que va haciendo acotaciones, describiendo paisaje y dejando hablar a los personajes como en una obra de teatro.
La voz que cuenta no tiene pasiones, ni intereses, tampoco sueños, es imparcial, objetiva, dura. Me da comezón leer los recuerdos, miedos, acciones y deseos de los personajes en las letras de la escritora suspendida en los aires. Los ojos omnipresentes que escribían la historia carecían de carne, de deseos, miedos y recuerdos. La narradora nos habla de sus pasiones a través de los personajes, les da voz a ellos para poderse hacer escuchar, para poderse aventar por la ventana frente a la angustia que le pellizca los muslos, solo a través de ellos se enamora de otra mujer, le grita al mundo que las formas de su clase paralizan sus pulsiones o puede sentarse en la penumbra a inflamarse de atrabilis.
Virginia ofrece un paseo por un universo repleto de rincones, pasadizos secretos y dolencias fantasmagóricas. No necesita describir el cuerpo ensangrentado de Séptimus sobre la acera para decirnos que ya no está más aquí, tampoco necesita desgarrarse las ropas y esconderse en el armario para mostrarnos que el sentido se diluye, que la tristeza arropa sus entrañas. Basta con que Peter no se atreva a decirle cuanto ama a Clarissa para que ambos personajes se sumerjan en la desolación; con mirar un automóvil para imaginar a sus pasajeros.
En esta novela los detalles, los gestos y las omisiones llenan al ambiente de tensión, ambivalencias y deseos. No necesita llenar las calles de furia, hacer temblar la tierra con sudor y lágrimas para llevar a sus personajes al despeñadero.
Regreso al sillón, miro a mis adentros, pienso en la señorita Kilman, ahí, en el abandono, paseando entre las tiendas de ropa, acariciando las telas, perdida en sus tristezas, caminando hacia ningún lugar.
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