El escenario recién barrido y
trapeado, las butacas repletas de espectadores, el telón abierto. Las voces de
los mirones tronaban como hojas de árboles antes de la tormenta. De pronto, el
espacio en penumbras se iluminó de golpe. Una luz cenital coloreó una silueta
frágil y tensa al centro del escenario. Estaba de pie con la mirada al suelo, su
contorno burdo dejaba entrever sus labios pegados uno con otro, una piel reseca
y cabello grasoso.
Allí permaneció durante noventa
minutos una sombra quieta y sucia; hubiera podido quedarse una eternidad sobre
el escenario sin dejar escapar un solo suspiro.
La tensión entre el público creció
conforme el tiempo pasó. Las axilas húmedas de los mirones y el silencio
absoluto en el escenario fueron llenando el ambiente de un aire denso e incomodó.
La escenografía era inexistente, podía apreciarse con dificultad el escenario
inmenso, con un fondo profundo que chocaba contra unas paredes pelonas y mal
pintadas, las luces laterales del teatro se asomaban. El teatro de la ciudad, tan
elegante y altivo se miraba triste, seco y lúgubre. Los frescos en los techos y
los detalles en los finos palcos se perdían en la oscuridad.
Conforme el espectáculo fue
avanzando, el teatro abarrotado se fue desinflando, la gente fue saliendo de a
poco. Algunos espectadores abrumados desalojaron procurando no llamar la
atención demasiado, otros se levantaron con efusividad mientras murmuraban
quejas y caminaban torpemente a la salida; al concluir los noventa minutos, el espectáculo
crudo y desconcertante terminó. El telón se cerró. El teatro a medio llenar se
iluminó de repente, las puertas que lo conectan con el exterior se abrieron. Los
asistentes que quedábamos nos paramos lentamente de las butacas y salimos en un
silencio sepulcral.
Minutos antes de que comenzara la
función, había echado un ojo al programa de mano, de este brotaba todo un
discurso lleno de ideas y posturas asistencialistas frente a un problema social
claramente delimitado y definido, anunciaba una función llena de narrativa y
emoción que invitaba a la reflexión y a la acción humanitaria.
En el borde entre que hojeaba el
programa de mano y que las luces del teatro se apagaban dando comienzo a la
función, mis ojos se llenaron de lágrimas y me invadieron las ganas de correr y
hacer acciones para ayudar a esta gente tan carente y expuesta a peligros que
yo solo puedo imaginar.
Desde que me enteré del proyecto
me había llenado de inquietud y curiosidad. El título era sugerente, “Movimientos
migratorios, de la pobreza a Norteamérica”, de inmediato me lanzó a un mundo de
angustia ¿Movimientos? ¿pobreza? Un grupo vulnerable violentado por agentes de
seguridad, un montón de pobres, indeseados fumigados, migrantes sucios,
valientes buscando un mejor futuro, oportunistas, mediocres, maleducados, víctimas
de un sistema opresor.
Asistí a un espectáculo que nació
de una serie de eventos que se han tejido en las últimas semanas y ponen al
centro a la caravana de migrantes centroamericanos que quieren llegar a Estados
Unidos en un intento por mejorar sus condiciones de vida. Me encontré con un
montaje que usó como telón de fondo a un grupo de personas expuestas a
condiciones sociales precarias e impregnadas de una violencia amarga que duele.
Un montaje que tenía como único actor a un integrante de aquella famosa
caravana.
La función a la que acudí la
semana pasada me dejó con un malestar corporal del cual no me he podido
desprender. La silueta me golpeó el corazón, me encuentro con crujidos al
interior del estómago, los parpados se han hecho pesados y las cervicales se me
encajan en la tráquea desde entonces.
El recuerdo, detona ruidos en mis
tripas que se convierten en cánticos dionisiacos, gritos de dolor que traen un
mensaje lleno de violencia y sangre, despliega una marejada de sensaciones
impregnadas de ideas sin articular que golpean la existencia. El humano que se
paró frente a mi representaba una idea, a un grupo de personas que atraviesan
circunstancias dolorosas.
La fuerza que llevó a mi cuerpo a
ese lugar de sensaciones estaba compuesta en gran mediad por un discurso
performático que hubiera podido prescindir de la especificidad del grupo, cualquier
conglomerado de personas que sufren, víctimas del destino con vidas terribles y
llenas de inclemencias hubiera servido para provocar esta ansiedad que me
recorre; sin embargo, este palpitar acelerado que me aprisiona cada que pienso
en ese grupo de desgraciados está ligado con una idea de asepsia. Juego el
papel del burgués lejos de la posibilidad de enfrentarse a la violencia que
sufren los desposeídos, soy el mirón que se congratula de la miseria ajena. Me
pienso lejos de la posibilidad de ser herido, aunque mi cuerpo esté rodeado de
historias que se hunden en la violencia. Los grupos vulnerables vienen a
recordarme que hay quien vive peor. La idea de un grupo tasajeado por el dolor
y el abuso me viene a recordar una posición. Ellos subrayan y dan color a los
lujos y placeres que vivo.
He pensado seriamente en las
implicaciones que tiene mirar estas siluetas como una masa de víctimas, de
dolor burbujeante con capacidad de acción disminuida. Darles ese lugar, me lleva
a las alturas, a volar por encima de ellos, lo que importa es que mi cuerpo
irradie destellos de bondad, que genere las acciones necesarias para que ellos
estén mejor. Es imprescindible dejar claro que yo soy quien sabe que es lo
mejor para ellos. Pensar en los migrantes, es pensar en la generalidad, basta
con sentir el beat de su historia, la fuerza de su voluntad, para conmoverse y
dejarse arrastrar por los impulsos del humanitarismo.
La presencia del migrante en el
escenario no destelló más que fuerza e ímpetu. De él no sabemos nada, estamos
como al principio. Un hombre sin rostro, sin responsabilidad ni historia
individual. Únicamente un halo de luz burda que mal dibuja una historia de la
masa.
Así es la historia de la víctima,
se nos presenta como un manchón sobre un lienzo blanco, a la espera de nuestra
reacción. Ya sea que decidamos convertirnos en victimarios, rechazarlos y
sobajarlos, mirarlos por debajo de nosotros y alejarnos lo más posible con la
firme intención de no contagiarnos de su desgracia; que decidamos lanzarnos a
la ayuda humanitaria cual héroes con los calzones bien puestos sobre las mallas
con nuestros superpoderes burgueses o que nos quedemos quietos, mirando el
espectáculo pasar frente a nosotros en completo silencio.
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