Hace apenas seis
meses, Sebastián estaba preocupado por unos diseños que había entregado como
propuesta de la identidad corporativa de un pequeño negocio al norte de la
ciudad. Traía una chamarra beige y unos jeans percudidos, estábamos en la sala
viendo la tele, él, con el control en la mano, pasaba de un canal a otro sin
tomarse el tiempo de ver que es lo que mostraba cada cual. Pareciera que el
objetivo de dicha actividad, era posar los ojos en el televisor y disfrutar de
la serie de estímulos incongruentes y sin un hilo conductor, que proyectaba el
dispositivo.
Yo, había
llegado a las ocho de la noche después de una larga jornada, había pasado todo
el día frente a otro monitor viendo hojas de cálculo, posando mis ojos frente
al sin sentido, realizando cálculos y reportes para una empresa que se
encargaba de la logística en el transporte marítimo. Llevaba trabajando veinte
años en una empresa a la que le hacía ganar millones de dólares al mes, que me
pagaba un escueto sueldo; éste, yo lo estiraba quincena con quincena para
mantener a mi familia.
Desde hace tres
años, Sebastián era freelance, había meses en los que tenía muchos proyectos y
otros en los que solo jugaba videojuegos; este proyecto de la identidad
corporativa era el primero desde hace cincuenta y seis días.
Nunca tuvimos
una relación muy cercana, éramos dos extraños, unidos por la pasión a una mujer
que nada quería con nosotros. En el pasado nos picoteábamos, realizábamos alaridos,
entrabamos en falsas discusiones que no tenían otro objetivo que el de escupir
mierda sobre el otro para dejarlo maloliente; salir triunfantes de entre los
escombros y así caer en la ilusión de ganar a la mujer amada. En definitiva era
la mujer amada; sin embargo, ninguno de los dos era amado de regreso. Al inicio,
cuando Sebastián era pequeño, la mierda que aventaba era real, con el paso del
tiempo, esta mierda se fue metaforizando poco a poco hasta llegar a la
indiferencia como forma de guerra contra el otro. El premio siempre fue el
mismo. Y siempre quedó inalcanzable.
Todas las noches,
llegaba con el cuerpo quebrado, la columna re-sentida consecuencia de una mala
postura durante el trabajo y los pies hinchados, me recostaba en el sillón verde,
en el que daba la espalda al comedor hecho de aluminio barato, y me quitaba los
zapatos. Yo no tenía buen carácter, ni siquiera buen sentido del humor, aunque
tenía una virtud que se convirtió en hastió con el paso de los años. Era muy paciente. Les
permitía tantas cosas a ellos. Me minimizaban frente a la primera oportunidad,
tal vez era demasiado paciente. Tal vez yo los quería a ambos.
En verdad que lo
amaba, Sebastián era lo único que iba a dejar en este mundo. Y no sé muy bien
que tan satisfecho puede estar uno con
eso; pero estoy seguro que deseaba estar orgulloso de él, lo intentaba, lo
intentaba con tantas ganas, que estimulaba mi paciencia ante cada
enfrentamiento con él. La energía que gastaba inventándome ese orgullo, era
equiparable a la que invertía en buscar la mirada de ella. Solo que el amor que
sentía por Ana era real y el orgullo que sentía por Sebastián era tan falso que
daba asco, era tan absurdo que nadie lo tomaba en serio.
Ambos, sentados
frente al televisor, esperábamos en silencio la llegada de Ana, había días que
llegaba con la excusa perfecta del dolor de cabeza e inmediatamente se metía a
su cuarto; yo, esperaba unos minutos y después me metía a la alcoba, me
acurrucaba junto a ella para sentir su calor y pretender, con esa fiebre que se
desprende de dos cuerpos en una habitación de tres por tres, sin ventilación,
que había amor. Esa noche no pasó tal. Llegó, apagó el televisor y jaló una
silla del comedor, se sentó justo en frente de ambos, dijo que tenía que hablar
seriamente.
Dolor de cabeza,
parálisis corporal, humo de cigarro, las colillas se iban amontonando en el
cenicero que tenía escrito recuerdo de
Madrid. Ninguno de los tres conocía Madrid, ni siquiera habíamos salido del
país. Cenicero de mal gusto, nube de humo, cabeza de humo, habitación gris que
se iba manchando de palabras. La ausencia ya se sentía, maletas escurriendo
lágrimas, cerrándose con la ropa de fuera. Únicamente se escuchaban palabras
vacías, balbuceantes. Se estaba formando el recuerdo de un adiós. Las paredes
crujían, gritaban la angustia de un hueco en el departamento que solo sería
llenado con soledad. No había pelea, ni siquiera discusión, era un soliloquio
que anunciaba la ruptura de una familia incapaz de comunicarse, que solo había
construido la violencia a través del silencio.
Ana tenía varios
meses saliendo con Esther, su compañera de trabajo en el despacho. Habían alquilado un loft en el centro de la
ciudad, a unas cuadras del Zócalo. Se iba por que “se le había acabado el amor”.
Dejaba en el apartamento, a un par de sujetos que ya no tenían de donde
anudarse; la cuerda que arropaba y daba consistencia a esa familia, se estaba
marchando. Ahora nosotros teníamos que arreglárnoslas solos para continuar con
nuestras existencias.
A las pocas
semanas de la despedida de Ana, los arrebatos comenzaron, las salpicadas de
mierda, comenzaron a perder esa esencia metafórica, la suciedad en el
apartamento, comenzaba a desorganizar la armonía falsa en la que vivíamos desde
antes. Sebastián, extrañaba a su madre, esa imagen que había prometido un
cuidado y una fidelidad eterna, yo compartía su pesar.
Me habían botado
por una mujer, ¿cómo podía luchar por su amor? Entendía el porqué de esos
muslos secos cuando me aproximaba. Entendí como esos juegos de seducción que
procuraba semana con semana, encuadraban el hastío que Ana ya no podía sostener. La
ausencia de Ana había tocado lo real, la mierda que nos aventábamos Sebastián y yo, también.
El departamento
ya no iba a vaciarse de humo, la confusión y la melancolía de un pasado gris,
traían violencia. Los reclamos de dinero, de responsabilidades, chocaban con
los muebles despostillados; la mierda eran gritos, los gritos, objetos
aventados y los objetos fueron golpes, y los golpes, sangre. Fueron cuatro
meses de sangre embarrada en el lavabo, anuncio de una verdad que dolía más que
los moretones en el cuerpo: no éramos suficientes el uno para el otro. No
podíamos seguir viviendo así. El departamento se había convertido en un campo
de batalla; en el que como en toda guerra, los soldados se despedazan unos a
otros luchando por ideales vacíos que no tienen coherencia a la hora de destripar.
El doce de
octubre por la tarde, recibí una llamada de Sebastián, me reclamaba no haber
pagado el gas, comenzó a gritarme sobre las responsabilidades que tenía como
padre y que no cumplía; tenía que terminar unos reportes y decidí colgar. Sabía
que al llegar a casa tendríamos de nuevo una batalla de cuerpos. A las ocho de
la noche abrí la puerta del departamento, ahí estaba él, la tele prendida, los
trastes sucios y la misma nube de cigarro que
había dejado Ana. Sebastián, con la misma chamarra beige, estaba sentado
en el comedor. Decidimos comenzar la pelea con reclamos. La paciencia, se me
había acabado, nos heríamos con gritos que notificaban que el otro no alcanzaba
para nada.
Pronto los
reclamos gritos, gritos, plato, vaso, plancha, silla, nudillos rojos, vaso,
vaso, objetos voladores, cuerpos sudorosos, lagrimas, repetición de un dolor,
que hacia marca en los cuerpos, cueros raspados, desgarrados; caí junto a la
silla. Parpadeo, instante negro, silencio. Intente pararme, lo intente con
todas mis fuerzas. No podía moverme, era un completo inválido.
Fueron semanas
de sábanas blancas, sueros, lámparas destellantes, abrires y cerrares de luz
sin plena conciencia de lo que sucedía, los de bata blanca, explicaban de
continuo mi futuro desalentador. No quería saber nada. Las piernas nunca más
iban a volver a ser mías.
Decidí visitar a Sebastián, el no hacía más
que mirar al suelo. Así había pasado las últimas semanas. Llevaba varios meses
en aquel lugar. La piel estaba pegostiosa. Ese lugar, tenía una historia larga
de olores putrefactos que se impregnaban en la imagen de sus visitantes, era
repugnante. Las paredes de un gris agrio, se encontraban llenas de
inscripciones, rayones, marcas que probaban la existencia de otros en el
tiempo; un cuarto lleno de historias, de interpretaciones, de dolencias, de
goces. El lugar, no era muy distinto al departamento.
La ventilación
de la cárcel era escasa, lo cual, le daba al ambiente un toque grotesco,
sofocante. Un olor a humano, sumado con la humedad propia del lugar, adornaban
la estancia para él. Cierto es, que el lugar era desagradable; sin embargo, lo
importante no era lo que era, sino lo que representaba. Era el resentimiento lo
que carcomía el cuerpo de mi hijo. Un resentimiento, que ya venía actuando como
corrosivo desde hace varios años. Me
había traicionado. Me había dejado solo, igual que Ana. Y ese lugar no era otra
cosa que la representación de esa traición.
Estaba
confundido, todo este teatro del castigo en el que se encontraba, de alguna
manera, me resultaba satisfactorio. Parecía que solo a través de su castigo,
era posible mi existencia. Ahí en el encierro, se colaba un fragmento de
honestidad. No había mascaras encubriendo enojos, tampoco arrepentimientos;
simplemente había culpa, culpa de ambos, era un malestar delicioso. Sabíamos que
había algo de existencia en esa condición de inválidos.
Ambos, sentados
uno frente al otro, repasábamos en la cabeza lo sucedido; había sido una
discusión más, nos fuimos encima, en menos de veinte minutos yacía mi cuerpo
deformado en la sala, la sangre amoratada era parte del plan, la columna
deshecha no. En medio del recuerdo de esta destrucción, fuimos capaces de
mirarnos, de encontrarnos…
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