Cuando lloré por la muerte de mi abuela, estaba triste porque ella ya no estaba conmigo, se había ido y en su lugar había dejado un montón de huesos y tripas atrapadas en una piel fría e inerte. Parecía que estaba dormida acostadita en su cama, lloré porque su cuerpo me recordaba mi capacidad nata para morir. Una obligación con la cual nací y un derecho que debo ejercer al final de mi vida. Minutos después de su muerte, de haber soltado lágrimas de egoísmo y contagiarme del silencio que desprendía su cadáver, Mi padre llamó a los servicios funerarios que había contratado un par de años antes. Comenzaron los preparativos para llevar a cabo el ritual de muerte.
Mi padre había planificado todo, quería que la muerte de su madre fuera un evento sin contratiempos. Comenzaba con un médico que constataba que aquel cuerpo efectivamente estaba vacío de vida. Un servicio de transporte se aseguraba que el cuerpo, junto con la carta de verificación de muerte, llegarán a un salón seco en el cual una persona desinfectaba cada centímetro de esa piel acartonada, le embutía un montón de productos químicos y maquillaba minuciosamente para meterlo a una caja de madera en la que pasaba las siguientes 20 horas en una sala con gente susurrante y moquienta; después la caja y lo que sobraba de mi abuela se trasladaban a un predio lleno de casitas pequeñas, bloques de cemento y cruces. Se Metía la cajita a un hoyo previamente hecho, nos juntábamos los familiares y mirábamos como el contenedor se tapaba con tierra y poco a poco se desaparecía el hueco, quedando una cicatriz de tierra entre los cuartitos y los diques de concreto que la rodeaban.
Hubo un guion que sirvió de puente para atravesar la triste idea de la muerte de mi abuela, la mujer que me había salvado el pellejo cuando atravesaba la adolescencia y no había nadie que quisiera hacerse cargo de mí, la mujer que me dio sentido cuando la realidad se me desvanecía. Había un plan para que el grupo de personas enamoradas de mi abuela se acompañaran en el enfrentamiento con su muerte.
Enfrentamiento doloroso con la propia muerte, lleno de angustia y melancolía, un pasaje que desgarra los sentidos y hace eco en las respiraciones entrecortadas que brotan cuando las imágenes se impregnan en la memoria y se hace presente esa promesa de quietud y silencio que nos acecha a todos, recorre por impulsos eléctricos cada centímetro del cuerpo. Sentencia que seduce mientras el corazón late y taladra cuando la miramos instaurada en el otro.
El ritual que planificó mi padre se quebró, el guion no alcanzó, la mirada se perdió, las palabras entrecortadas balbucearon caos y las ideas no alcanzaron para abrazar el dolor. Cuando la idea de mi abuela dentro de una caja de madera se tropezó con la realidad de mi abuela dentro de una caja de madera, el mundo dejó en mi cabeza una fuerte resaca y una angustia terrible que ha ido disminuyendo con los días, con los meses.
Cuando lloré por la muerte de mi abuela, tuve un cuerpo que se estrelló con la idea de un cuerpo. La muerte se hizo presente, me susurro al oído que tenía el mismo destino que mi abuela. Lloré porque ya no la vería más, estaba seguro de que los residuos materiales de su vida se encontraban encapsulados en un cajón enterrado en un panteón deprimente. Sabía que su aliento ya no existía más.
Hoy los titulares hablan de 12 tráilers con cadáveres amontonadas dentro de sus cajas frigoríficas, algunos abandonados. Hablan de los mecanismos de almacenamiento, de las olas de violencia que han producido tanta muerte, de las desapariciones, de los cientos de personas que se amontonan buscando en esas montañas de muerte a sus desaparecidos. No puedo dejar de pensar en los amontonados, en los vivos tratando de hallar un susurro de resignación, una pizca de sentido que les permita elaborar la perdida que sufren. Un espejo que les de existencia, quieren encontrar su cuerpo.
Ellos no saben que hacer con la muerte, la metieron a refrigeradores rodantes y están buscando donde deshacerse de ella. Los amontonados la buscan por todos lados, en todos los rincones, ¿qué fue de su gente? ¿A dónde van los desaparecidos? El plan siempre se rompe, el ritual no alcanza, el dolor siempre desagarra; sin embargo, no tener nada de eso y quedarse en la angustia total sin un cuerpo que tropiece con la idea debe ser la peor desgracia.
La ola de violencia de la cual hablan los titulares sólo comienza con las ejecuciones, amontonar los cuerpos y hacerlos viajar, destinados a nunca llegar, crea un abismo inefable.
Los mecanismos de resguardo de cadáveres colocan en el lugar de restos al muerto, le asignan un valor residual a los sacos con huesos y tripas que se amontonan generando bocanadas de podredumbre. Sin duda es una posición que toca los límites de lo real y apunta a un análisis científicamente poderoso y válido.
Cuerpos que estorban, que sobran, ya no caben e incomodan. Seguramente estos mecanismos nacen de reflexiones pensadas concienzudamente, de excelentes burócratas que buscan “resolver” sus problemas hediondos lo antes posible. Todos esos restos de desconocidos, guardaditos en esas coquetas bolsas negras de basura subrayan la condición orgánica de los seres humanos, nos descomponemos. Esos creativos funcionarios resolvieron el problema del espacio magistralmente, sólo se les olvidó el pequeño detalle del valor absurdo que le damos los vivos a nuestros muertos. La necesidad que tenemos los mortales por elaborar la muerte del otro fue una pizca que se escapó en su fórmula.
La gente se amontona, se aglutina para saber si en esas montañas hay un dejo sentido.
…mecanismos de horror.
Lo planteas claro, es inimaginable el dolor de los miles que hoy no pueden encontrarse con un hecho que confirme su pérdida. El estado tendría que hacerse cargo, no lo hace, resulta increíble.
ResponderEliminarEs muy triste dar cuenta de las respuestas que se inventa el estado para hacer frente a los problemas sociales. Abrazo.
EliminarBuen texto.
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