Hombres uniformados y encubiertos:
Espulgando en un cajón de recuerdos tropiezo con un paseo familiar a un lugar olvidado, vamos en un automóvil viejo, adelante papá y mamá, mi hermana, al lado, pegada a la ventana. En el camino se aparece un grupo de hombrecitos formados, vestidos con ropa verde muy bien planchada, botas negras lustradas y tienen entre sus manos tronquitos negros.
El coche avanza, escucho con asombro las palabras que papá deja salir de su boca, un montón de palabras que redimensionan completamente aquella imagen; poco a poco esos hombres comienzan a deformarse, sus siluetas se tornan monstruosas. Volteo atrás mientras nos alejamos de la escena, veo un manchón de personas mal encaradas convirtiéndose en robots que tienen entre sus limitadas funciones asesinar y asustar.
No estoy muy seguro si ese recuerdo es el principio de un tejido que se ha reforzado con los años, o sólo sea un pedazo de una madeja de estambre que no encuentra principio ni fin; pero estoy convencido que es una hebra al interior de una telaraña que lucha por hallar coherencia.
Los años pasaron, lo que pensaba de aquellos hombres vestidos de verde se generalizó, también aplicaban estos prejuicios para los pintados de azul. Construí una relación perversa con estas figuras de autoridad.
Llegó la adolescencia y comencé a asistir a partidos de futbol en los cuales, junto con un montón de desconocidos, insultaba al unísono a los guardianes de la seguridad. Nosotros cantábamos agresiones directas y nos burlábamos, ellos nos miraban callados con sus escudos de plástico transparente sus macanas y sus cascos estorbosos. Me adherí a una masa de zombis descerebrados, robots que tienen entre sus limitadas funciones imitar y violentar.
Parado en esta telaraña de enojo y aversión, pienso y repienso en todos los asesinatos que tuvieron lugar hace 50 años en Tlatelolco, imagino a una multitud de estudiantes cayendo, exhalando los últimos suspiros sobre la plaza de las tres culturas, recreo imágenes de miles de personas tratando de escapar de los disparos fulminantes por parte del batallón Olimpia, la Dirección Federal de Seguridad, la policía secreta y el Ejército Mexicano. Pienso en las fuerzas armadas persiguiendo de casa en casa a los manifestantes que buscaban salvar sus vidas, transportando en los helicópteros montones de cuerpos y desapareciéndolos en el horizonte. Pienso en todas las personas que murieron, que fueron encarceladas y torturadas, en los uniformados que murieron en estas masacres, aquellos soldados que también sufrieron desmayos permanentes durante los espectáculos de represión.
Parado en esta telaraña de enojo, me pregunto por los mortales armados que destruyeron tantas vidas, que dispararon balas, torturaron cuerpos y persiguieron a tantos semejantes. ¿Quiénes fueron los gatilleros detrás de las armas?, ¿qué queda detrás de los trapos verdes y azules?, ¿quiénes se escondieron detrás de los guantes blancos? No sabemos cuántas personas murieron el dos de octubre, tampoco sabemos cuántos asesinos asistieron al evento.
En un esfuerzo por no petrificarme en el enojo, quiero entender quiénes dispararon en la plaza de las tres culturas, mataron en Aguas Blancas, Acteal, Ayotzinapa o Tlatlaya. En un duro intento por dar un lugar subjetivo a los asesinos y abrir unos cuantos grados la mirada, los responsabilizo de los hechos sucedidos.
Quiero que mi imaginario cambie, quiero que dejen de ser esos zombis descerebrados, robots sin alma. Me responsabilizo por agredirlos, por llamarlos cerdos, puercos, por hacerme parte de la masa y quitarles su lugar de personas.
Estoy seguro de que la clase política de hace 50 años no es muy distinta a la de ahora, que el gobierno está podrido, que muchas de las familias que se encargan de dirigir a este país están llenas de asesinos. Creo que muchísimas personas que lideran al país, tienen intereses que colocan por encima de la vida de la gente. Pero eso no le quita responsabilidad a quienes dispararon, disparan y dispararán.
En un grito desesperado les suplico a todos aquellos hombres de verde, azul, negro o con guantecitos blancos, ¡asuman sus crímenes cómo Edipo asumió los suyos! No se queden tras bambalinas suponiendo que ustedes sólo cumplían órdenes, que no sabían, suelten esos disfraces de zombis descerebrados. Háganse cargo de su subjetividad, de sus acciones, el mundo necesita menos gente como Adolf Eichmann, que se quedó tranquilo porque cumplía con su deber, que solamente ejecutaba las órdenes de sus superiores.
Asuman que cada disparo va directo a otro ser humano, que cuando apuntan un arma, cuando torturan, cuando desaparecen lo hacen ustedes, les suplico que dejen de jugar a ser robots. Si quieren ser siluetas monstruosas, si quieren asesinar, no se detengan, pero asuman su lugar, llénense de criterio. Antes de disparar, por favor, duden.
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