El ritual de transformación inicia, unos cuantos hombres danzan
entre la multitud, llevan consigo polvos mágicos, tienen la misión de esparcirlo
entre los asistentes. Inician los disparos, la nube crece y se extiende por el
espacio sagrado.
El olor denso choca contra las fosas nasales, quema las
gargantas, miles de partículas químicas viajan al interior de los cuerpos
rasgando los órganos, las sustancias están por adquirir una carga simbólica cegadora,
el ADN está por cambiar.
Los personajes de esta historia no tienen casa, no les
preocupa perder su trabajo, están ocupados tratando de hallar uno. Pronto dormirán
y, como Gregorio Samsa, mañana despertarán con numerosas patitas delgadas
unidas a sus rugosos y duros cuerpos; probablemente muchos de ellos descubrirán
un par de antenitas pegadas a sus repugnantes cabezas, se asustarán, la
angustia carcomerá sus corazones y un nudo en la garganta sofocará sus
pensamientos. Será un proceso doloroso, comenzará con irritación en la piel y
sus ojos arderán mientras caen en un profundo y asfixiante sueño. Mañana,
convertidos en insectos podrán ser aplastados uno a uno, o tal vez por
montones, no habrá registro de ellos.
Los danzantes bombean el insecticida y lo esparcen
silenciosamente por la plaza, cumplen con orgullo la tarea encomendada.
Desde el otro lado del monitor miro silenciosamente el ritual
ocurrir, leo que los periódicos narran los hechos cuidadosamente. Los
centroamericanos habían solicitado ayuda para que se fumigara el lugar, se
habían encontrado con cucarachas y culebras. El dengue desafiaba a los
infortunados y los danzantes tenían instrucciones de nebulizar. El 23 de
octubre, se esparcieron químicos donde dormían los migrantes sin seguir los
protocolos para fumigar, se llevó a cabo un ritual que dio contorno y subrayó
un discurso que admite la discriminación, que mira su reflejo con desdén y con
el ojo transforma al humano en insecto; un insecto repugnante, que asusta y
ensucia el mundo.
Comienzo a sentir irritación en la piel, mis ojos arden, y el
estómago me punza. Apago la computadora y en el espejo negro frente a mí, se
aparecen un par de antenitas. Mi cabeza se llena de recuerdos, se aparece mi
madre, está hablando de mis abuelos. Ellos no eran hondureños, vinieron de
Oaxaca a la capital del País, pasaron muchas noches con frio, mi abuela,
sirvienta en casas y mi abuelo durante un buen tiempo no consiguió nada. Viene
a mí, la imagen de los abuelos durmiendo en el tranvía en las mañanas, después
de haber pasado las noches en vela cuidándose uno al otro. Hombres pobres y
morenos buscando una vida digna, luchando contra los polvos mágicos, haciendo
esfuerzos enormes por no dejarse sofocar por el hechizo que buscaba convertirlos
en insectos.
La historia de los personajes me golpea las entrañas con una
tristeza dolorosa.
Los trabajadores del gobierno decidieron cargar de magia
aquella labor simple y plana. Llenar de intención el movimiento y convertirlo
en gesto, poner de manifiesto las náuseas que sienten frente a esos seres desafortunados
que decidieron moverse del lugar en el que estaban, buscando mejorar sus vidas.
Insectos hediondos que vienen a revolotear en el aséptico
territorio. Son una amenaza para los habitantes, sombras de pobreza que asustan.
El problema no tiene relación con su lugar de origen; el problema es que son
insectos, morenos vulnerables, llenos de carencias, con trapos sin marcas sobre
sus cuerpos, desprovistos de joyas y llenos de hambre.
Hay muchos danzantes
por ahí, odiando a las personas por su color de piel, por su posición
socioeconómica; quieren que se queden debajo de la estufa, detrás del refrigerador,
prohibir la entrada al comedor, vigilar que no coman de sus platos. Sus patitas
les dan escozor. Miran en los rincones, territorios de plagas horrorosas, tienen
un enorme resentimiento frente a los portadores de pobreza y melanina. No
importa si son hondureños, guatemaltecos, salvadoreños o mexicanos, repugna su
existencia.
Tachar al otro, acabar
con su condición humana y darle un lugar de insecto hace más fácil la tarea de
desaparecerlo a pisotones.
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