La educación aparece y desaparece
en el espacio. La familia, la escuela, lugares comunes en los cuales se
practican pedagogías, adiestramientos, disciplinamientos del cuerpo, han ido
perdiendo fuerza e interés desde hace montones de años. La pandemia que nos
azota, solo remarca las deficiencias y desigualdades que se viven al interior
de ambas instituciones.
Por un lado, las familias tienen
cada vez menos tiempo para pensar en educación, ocio, tiempo libre; y más
tiempo para consumir, para endeudarse, tratar de alcanzar apariencias y estilos
de vida que nos venden, visten de angustia y revisten de anhelo en un fondo de
desesperanza. Los padres ausentes, corriendo tras la chuleta que promete dar un
futuro que nunca alcanza. Los hijos solitarios, con prisa por encontrar un
lugar entre muerte, enfermedad y apatía.
Por otro lado la escuela en el
mero duelo, tras haber perdido los pocos ladrillos que le daban consistencia.
Ahora solo quedan los actores. Algunos tienen la televisión, el internet, los
teléfonos, otros la radio, hay unos que ni los libros de texto alcanzaron.
El tiempo de la escuela, de
educación se pierde, ya no alcanza para aprender, desaparece el espacio para el
ocio. Lo importante se carga más hacia la fuga y menos hacia el juego, el
vínculo. No se trata de pedagogía, lo importante es resolver quién cuidará a
los niños, que no pierdan el año escolar, que no molesten.
Los maestros, actores en la
institución educativa se tambalean como recurso invaluable del sistema. Ya no
se puede valuar su importancia, tal vez porque los últimos movimientos gritan
que ya no son necesarios, tal vez porque se resquebraja el sistema en silencio.
Sus obligaciones son a cada instante más borrosas, dependen en gran medida del
nivel socioeconómico de la escuela en la que laboran, las exigencias de los
directivos y los padres de familia; su desempeño depende sobre todo del interés
e implicación con la educación.
Ya nos dijo el Secretario de Educación
que todo va viento en popa, que el programa Aprende en casa II, es una
maravilla, que esperan los mismos aprendizajes, o más, con sus estrategias tan
planeadas y bien estructuradas para estos tiempos de crisis, tiempo de
oportunidad.
Las políticas educativas no
apuntan a darle un lugar al docente, a la escuela, a la educación. Al menos no
a una educación de calidad.
Los maestros, cuando menos una
buena cantidad de ellos, se encuentran en el limbo, abandonados, libres de
exigencias, con cientos de pretextos justos y válidos para explicar su
quietud.
Con la desesperanza hasta el
cuello, las desigualdades trozando la sociedad en pedazos y la pereza devorando
nuestras cabezas, hay posibilidad de acción. Tal vez dejando de actuar como las
víctimas necesitadas del asistencialismo tan exacerbado que vivimos en esta
administración, tal vez tejiendo posibilidades con el tiempo entre los dedos.
Tal vez apelando por las instituciones que sostienen la educación, apostando
por las familias, las escuelas, Los actores pueden dibujar nuevas líneas, hacer
marcas. Los padres, docentes, directivos y alumnos, la sustancia que da
consistencia a la educación tiene entre sus manos la posibilidad del cambio, de
una educación con sentido.
Publicado en periódico IMPAR 26 de octubre 2020.
México
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