miércoles, 23 de julio de 2014

Re-encuentro perdido

Fueron los minutos más incómodos que había vivido hasta entonces

Me subí, enredado en las sabanas, las sombras se acomodaban mientras mi cabeza se salía de la habitación

La humedad era agradable y la mezcla de perfumes alteraba las almohada

No eran gritos, suspiraba la repetición de un reencuentro en el que títere se aparecía en la re-presentación

Era la actuación de un pasado que no lograba hacer eco en mis recuerdos, la historia estaba tan rota que no coagulaba

De pronto, los suspiros fueron llanto y éste, grito de una angustia de no saber



No sabía de ella

lunes, 21 de julio de 2014

Fracaso

Gestos de horror, latidos que anuncian el hedor de una historia de repetición, el fracaso esta antepuesto a la operación, accionares de un imposible que terminan en perturbaciones. Un soliloquio de determinaciones que llevan al llanto. Las manos tiemblan, el templo se cae con tremendas decepciones.  Acto lúdico sin sorpresas lleva a los carniceros al cansancio; en nombre de la verdad, se atraviesan los muros, los cuerpos ya mallugados por el trastabillar de los que se rinden, van colocando en la tráquea sedimentos de sufrimiento que hacen mella en sus corazones. Los ojos enmudecidos parecen perplejos ante el desastre, las bocas se resecan de tristeza, van muriendo.

Ellos se han quedado sin fuerzas, los sabores ya no tienen como posibilidad la dulzura. Las manos sudorosas raspan con barbilla, las suaves irritan los pómulos. Las manos ya no tocan más al otro. Solo los gestos permanecen, el dolor de las gargantas reciben la amargura del presente. 

domingo, 20 de julio de 2014

Imagen

Se desliza, avanza, se lanza y se tropieza con un vacío que no vacila en angustiar.

Se aferra a un continuo que marqué el ritmo.

Buscando con toda sustancia, un recipiente que de forma, 

que alcance al lanzado que de imagen;

y una vez imaginado, 

que se encuentre deslizado en un otro con el cual confrontarse,

reflejarse, 

un otro que empuje a la nada.

Así de continuo llega a un punto irreconocible para regresar a la duda.

jueves, 17 de julio de 2014

Cuerpos Frágiles

Hace apenas seis meses, Sebastián estaba preocupado por unos diseños que había entregado como propuesta de la identidad corporativa de un pequeño negocio al norte de la ciudad. Traía una chamarra beige y unos jeans percudidos, estábamos en la sala viendo la tele, él, con el control en la mano, pasaba de un canal a otro sin tomarse el tiempo de ver que es lo que mostraba cada cual. Pareciera que el objetivo de dicha actividad, era posar los ojos en el televisor y disfrutar de la serie de estímulos incongruentes y sin un hilo conductor, que proyectaba el dispositivo.

Yo, había llegado a las ocho de la noche después de una larga jornada, había pasado todo el día frente a otro monitor viendo hojas de cálculo, posando mis ojos frente al sin sentido, realizando cálculos y reportes para una empresa que se encargaba de la logística en el transporte marítimo. Llevaba trabajando veinte años en una empresa a la que le hacía ganar millones de dólares al mes, que me pagaba un escueto sueldo; éste, yo lo estiraba quincena con quincena para mantener a mi familia.

Desde hace tres años, Sebastián era freelance, había meses en los que tenía muchos proyectos y otros en los que solo jugaba videojuegos; este proyecto de la identidad corporativa era el primero desde hace cincuenta y seis días.

Nunca tuvimos una relación muy cercana, éramos dos extraños, unidos por la pasión a una mujer que nada quería con nosotros. En el pasado nos picoteábamos, realizábamos alaridos, entrabamos en falsas discusiones que no tenían otro objetivo que el de escupir mierda sobre el otro para dejarlo maloliente; salir triunfantes de entre los escombros y así caer en la ilusión de ganar a la mujer amada. En definitiva era la mujer amada; sin embargo, ninguno de los dos era amado de regreso. Al inicio, cuando Sebastián era pequeño, la mierda que aventaba era real, con el paso del tiempo, esta mierda se fue metaforizando poco a poco hasta llegar a la indiferencia como forma de guerra contra el otro. El premio siempre fue el mismo. Y siempre quedó inalcanzable. 

Todas las noches, llegaba con el cuerpo quebrado, la columna re-sentida consecuencia de una mala postura durante el trabajo y los pies hinchados, me recostaba en el sillón verde, en el que daba la espalda al comedor hecho de aluminio barato, y me quitaba los zapatos. Yo no tenía buen carácter, ni siquiera buen sentido del humor, aunque tenía una virtud que se convirtió en hastió con el  paso de los años. Era muy paciente. Les permitía tantas cosas a ellos. Me minimizaban frente a la primera oportunidad, tal vez era demasiado paciente. Tal vez yo los quería a ambos.

En verdad que lo amaba, Sebastián era lo único que iba a dejar en este mundo. Y no sé muy bien que  tan satisfecho puede estar uno con eso; pero estoy seguro que deseaba estar orgulloso de él, lo intentaba, lo intentaba con tantas ganas, que estimulaba mi paciencia ante cada enfrentamiento con él. La energía que gastaba inventándome ese orgullo, era equiparable a la que invertía en buscar la mirada de ella. Solo que el amor que sentía por Ana era real y el orgullo que sentía por Sebastián era tan falso que daba asco, era tan absurdo que nadie lo tomaba en serio.

Ambos, sentados frente al televisor, esperábamos en silencio la llegada de Ana, había días que llegaba con la excusa perfecta del dolor de cabeza e inmediatamente se metía a su cuarto; yo, esperaba unos minutos y después me metía a la alcoba, me acurrucaba junto a ella para sentir su calor y pretender, con esa fiebre que se desprende de dos cuerpos en una habitación de tres por tres, sin ventilación, que había amor. Esa noche no pasó tal. Llegó, apagó el televisor y jaló una silla del comedor, se sentó justo en frente de ambos, dijo que tenía que hablar seriamente.

Dolor de cabeza, parálisis corporal, humo de cigarro, las colillas se iban amontonando en el cenicero que tenía escrito recuerdo de Madrid. Ninguno de los tres conocía Madrid, ni siquiera habíamos salido del país. Cenicero de mal gusto, nube de humo, cabeza de humo, habitación gris que se iba manchando de palabras. La ausencia ya se sentía, maletas escurriendo lágrimas, cerrándose con la ropa de fuera. Únicamente se escuchaban palabras vacías, balbuceantes. Se estaba formando el recuerdo de un adiós. Las paredes crujían, gritaban la angustia de un hueco en el departamento que solo sería llenado con soledad. No había pelea, ni siquiera discusión, era un soliloquio que anunciaba la ruptura de una familia incapaz de comunicarse, que solo había construido la violencia a través del silencio.

Ana tenía varios meses saliendo con Esther, su compañera de trabajo en el despacho.  Habían alquilado un loft en el centro de la ciudad, a unas cuadras del Zócalo. Se iba por que “se le había acabado el amor”. Dejaba en el apartamento, a un par de sujetos que ya no tenían de donde anudarse; la cuerda que arropaba y daba consistencia a esa familia, se estaba marchando. Ahora nosotros teníamos que arreglárnoslas solos para continuar con nuestras existencias.

A las pocas semanas de la despedida de Ana, los arrebatos comenzaron, las salpicadas de mierda, comenzaron a perder esa esencia metafórica, la suciedad en el apartamento, comenzaba a desorganizar la armonía falsa en la que vivíamos desde antes. Sebastián, extrañaba a su madre, esa imagen que había prometido un cuidado y una fidelidad eterna, yo compartía su pesar.

Me habían botado por una mujer, ¿cómo podía luchar por su amor? Entendía el porqué de esos muslos secos cuando me aproximaba. Entendí como esos juegos de seducción que procuraba semana con semana, encuadraban el  hastío que Ana ya no podía sostener. La ausencia de Ana había tocado lo real, la mierda que nos aventábamos  Sebastián y yo, también.

El departamento ya no iba a vaciarse de humo, la confusión y la melancolía de un pasado gris, traían violencia. Los reclamos de dinero, de responsabilidades, chocaban con los muebles despostillados; la mierda eran gritos, los gritos, objetos aventados y los objetos fueron golpes, y los golpes, sangre. Fueron cuatro meses de sangre embarrada en el lavabo, anuncio de una verdad que dolía más que los moretones en el cuerpo: no éramos suficientes el uno para el otro. No podíamos seguir viviendo así. El departamento se había convertido en un campo de batalla; en el que como en toda guerra, los soldados se despedazan unos a otros luchando por ideales vacíos que no tienen coherencia a la hora de destripar.

El doce de octubre por la tarde, recibí una llamada de Sebastián, me reclamaba no haber pagado el gas, comenzó a gritarme sobre las responsabilidades que tenía como padre y que no cumplía; tenía que terminar unos reportes y decidí colgar. Sabía que al llegar a casa tendríamos de nuevo una batalla de cuerpos. A las ocho de la noche abrí la puerta del departamento, ahí estaba él, la tele prendida, los trastes sucios y la misma nube de cigarro que  había dejado Ana. Sebastián, con la misma chamarra beige, estaba sentado en el comedor. Decidimos comenzar la pelea con reclamos. La paciencia, se me había acabado, nos heríamos con gritos que notificaban que el otro no alcanzaba para nada.

Pronto los reclamos gritos, gritos, plato, vaso, plancha, silla, nudillos rojos, vaso, vaso, objetos voladores, cuerpos sudorosos, lagrimas, repetición de un dolor, que hacia marca en los cuerpos, cueros raspados, desgarrados; caí junto a la silla. Parpadeo, instante negro, silencio. Intente pararme, lo intente con todas mis fuerzas. No podía moverme, era un completo inválido.

Fueron semanas de sábanas blancas, sueros, lámparas destellantes, abrires y cerrares de luz sin plena conciencia de lo que sucedía, los de bata blanca, explicaban de continuo mi futuro desalentador. No quería saber nada. Las piernas nunca más iban a volver a ser mías.   

Decidí visitar a Sebastián, el no hacía más que mirar al suelo. Así había pasado las últimas semanas. Llevaba varios meses en aquel lugar. La piel estaba pegostiosa. Ese lugar, tenía una historia larga de olores putrefactos que se impregnaban en la imagen de sus visitantes, era repugnante. Las paredes de un gris agrio, se encontraban llenas de inscripciones, rayones, marcas que probaban la existencia de otros en el tiempo; un cuarto lleno de historias, de interpretaciones, de dolencias, de goces. El lugar, no era muy distinto al departamento.

La ventilación de la cárcel era escasa, lo cual, le daba al ambiente un toque grotesco, sofocante. Un olor a humano, sumado con la humedad propia del lugar, adornaban la estancia para él. Cierto es, que el lugar era desagradable; sin embargo, lo importante no era lo que era, sino lo que representaba. Era el resentimiento lo que carcomía el cuerpo de mi hijo. Un resentimiento, que ya venía actuando como corrosivo desde hace varios años.  Me había traicionado. Me había dejado solo, igual que Ana. Y ese lugar no era otra cosa que la representación de esa traición.

Estaba confundido, todo este teatro del castigo en el que se encontraba, de alguna manera, me resultaba satisfactorio. Parecía que solo a través de su castigo, era posible mi existencia. Ahí en el encierro, se colaba un fragmento de honestidad. No había mascaras encubriendo enojos, tampoco arrepentimientos; simplemente había culpa, culpa de ambos, era un malestar delicioso. Sabíamos que había algo de existencia en esa condición de inválidos.

Ambos, sentados uno frente al otro, repasábamos en la cabeza lo sucedido; había sido una discusión más, nos fuimos encima, en menos de veinte minutos yacía mi cuerpo deformado en la sala, la sangre amoratada era parte del plan, la columna deshecha no. En medio del recuerdo de esta destrucción, fuimos capaces de mirarnos, de encontrarnos…